Cuando tenía 15 años fuimos con mi madre a vivir a los
Estados Unidos, a California, el Estado del Sol Dorado, como lo
suelen llamar. Mi madre decidió que fuésemos a vivir a donde mi abuela
materna y mis tíos empezaban su jornada migratoria. La familia de
mi madre tenía bastante dinero, pues había cultivado una rama de la
medicina, si se le puede llamar así, que se dedica a la interrupción del
embarazo ya la consiguiente muerte de seres humanos el aborto. Habían
tenido clínicas en Tijuana, México, que hacía frontera con San Diego,
Estados Unidos. Mis tíos tenían casas grandes de mármol con muchos coches,
pero en México D.F. vivían con mucho temor a causa de la paranoia que les
invadía. Mi padre, que era católico, siempre estuvo en desacuerdo con mis
tíos, razón por la cual cuando fuimos a vivir a los Estados Unidos él no
fue con nosotros. La historia de mi familia es larga, y por esa
razón no entraré en detalles. Sólo comentaré que mi padre condenaba el
aborto, pero desgraciadamente en mi casa vivíamos del dinero fruto de la
sangre de inocentes. Mi padre trabajaba, pero en la puja de capitales, mi
madre fue más respaldada por dinero, casas y coches que él.
Mi madre fue católica hasta que llegamos a los Estados
Unidos, donde poco a poco fue desinjertada del tronco, muy influida por un
canal de televisión: el canal 40, o Trinity Broadcasting Network.
Ella lo solía ver muy a menudo cuando vivimos en Newport Beach y luego en
Carlsbad. Recuerdo que mi padre nos visitó un par de veces. La segunda vez
que vino, mi madre le echó con el certificado de divorcio que mis tíos le
habían ayudado a conseguir en Las Vegas, y por esa época es cuando
enfermó. En casa de mi madre sucedieron tragedias muy grandes a causa del
aborto. Pienso a veces que era la sangre de tantos inocentes que clamaba
venganza desde el cielo. Una tía mía, años atrás, había enloquecido y
había matado a su hermana y a su hijo en Beverly Hills. Le tocaba el turno
a mi madre y ella perdió la cordura. Sufrió terribles alucinaciones y veía
que hacían daño a sus hijos, en especial a mí. Acabó internada en un
psiquiátrico.
Mi vida en los Estados Unidos no fue tan mala, hubo
momentos buenos, aunque siempre vivía un poco ajeno de la gente. Tuve dos
grandes amigos en Corona del Mar High School: Peter Ottke y Ron
Robinson. Uno de ellos había vivido en España de pequeño y hablaba un
español perfecto. Su padre había sido militar en una base americana en
España. Yo tenía muchas ilusiones de ser piloto de las fuerzas aéreas
americanas, US Air Force, razón por la cual ingresé en una academia
militar que financió mi abuela: Army and Navy Academy, de Carlsbad.
En la academia no aguanté mucho, pues era un lugar bastante violento.
Abandoné mi propósito y entré en un High School del Estado.
En casa las cosas no iban muy bien. Yo era verbalmente
violento con mi madre y mis hermanos. No recuerdo que fuésemos muy
felices. No íbamos a misa. Mi madre veía mucho el Canal 40. Un día
enfermó. Fue algo muy triste. Nos dolió a todos mucho ver cómo perdía el
juicio. Este fue el fin del periodo 1976 –78.
***
Regresábamos a México. Hicimos la mudanza. Tomé mucho
cuidado en empaquetar mis Radios de Banda Civil, antenas y amplificadores.
La electrónica se había convertido en un hobby cuando me regalaron
el primer kit de una tienda que se llamaba Radio Shack.
Empaqueté mis aviones de radiocontrol y fuimos en el viaje de vuelta. Creo
que en casa ya estábamos acostumbrados a grandes mudanzas, pues en el
1972-73 habíamos vivido en Benalmádena (Málaga), España, con mi padre.
Cuando llegamos a Méjico, la casa que había sido nuestra en El Pedregal se
la había quedado mi abuelita (la solíamos llamar así con cariño). La
abuelita nos compró una casa en San Jerónimo, cerca de tía Patchi y sus
hijos, que eran familia de España por su padre Peletas. Ellos eran muy
simpáticos, y la solíamos pasar muy bien juntos. Mi padre trataba de
alejarnos de la influencia de mis tíos Fuentes y de los primos, razón por
la que empecé a ver a mis primos de España con bastante frecuencia. Los
hijos de tío Santiago vivían aún en México. Él era el que probablemente
tenía más dinero de todos. Tenía una casa inmensa de mármol blanco. Todos
pensaban que pertenecía a un político muy importante o a un
narcotraficante. En la escuela en que entré estaban mis primos Fuentes.
Llegué a ser muy popular. La escuela se llamaba Boston American School,
donde, por cierto, estudió el ahora famoso cantante Luis Miguel. En esa
época lo pasé muy bien. Tenía un coche que me había regalado mi abuelita e
iba a muchas fiestas. Hubo en la escuela un chaval que me puso un apodo,
un mote, que se me quedó durante todo ese tiempo: El Pastas. Ese
apodo fue como una profecía que determinó lo que me sucedería en el
futuro. El Pastas o pastillas hacía alusión a las drogas, que yo en
ese entonces no tomaba. Recuerdo que había empezado apenas a fumar y que
antes de esta estancia en el Boston nunca me había siquiera
emborrachado. En fin, en México los tres años siguientes fueron de mucha
diversión. Yo no me sentía el cuidador de mi madre ni nada. Aparentemente
ella estaba bien y también nosotros.
El último de los años que estuve en esta escuela no fue
tan bueno. Mi abuelita había muerto. En casa había peleas, y yo era muy
rebelde con mis padres. Siempre había discusiones. Empecé a fumar
marihuana con Harold y su grupo. Caí paulatinamente en un mundo de
aturdimiento de los sentidos. En casa mi madre hablaba mucho de la Biblia
y yo era violento, muy desobediente y hacía lo que quería. Empecé a leer
mucho la Biblia. Entre mis amigos de juerga yo era un poco raro, pues
siempre hablaba de cosas de religión que a ellos les parecían extrañas. La
Palabra de Dios hacía su incursión en mi vida, junto con una existencia
que iría poco a poco transformándose, pero que estaba aturdida por la
marihuana. Empecé a probar el LSD y a usar otras sustancias
mezcladas con alucinógenos. Había encontrado mi personal árbol de la
ciencia del bien y del mal, mi árbol del conocimiento. Mezclaba la
marihuana con la Palabra de Dios, e incluso el LSD y otras mezclas
explosivas como el Artane: unas pastillitas que en sobredosis con
marihuana producían un efecto muy curioso, pues me permitían ver ángeles y
demonios. Mis amigos no veían las cosas que yo veía. Tenía miedo, pero a
la vez luchaba contra las fuerzas del mal con el "escudo de la Palabra".
Hubo ocasiones en que estando entre mis amigos "marihuanos",
al verme acosado por las burlas que estos hacían de mi fe, pronunciaba
palabras mágicas del Libro, tal y como mi madre me había enseñado y decía
por ejemplo: "La Sangre de Cristo me cubre",
como si fuese un conjuro mágico lleno de poder. Mis amigos se mostraban
extrañados por mi peculiar forma de hablar. Hoy en día creo que muchas de
las palabras que mencioné o que pensé tuvieron un efecto milagroso. Para
ellos, yo me "había quedado en el viaje", o sea, había perdido la razón.
***
En casa las cosas seguían mal. En cierta ocasión noté
esa mirada en mi madre, la mirada aquella tan especial que me insinuaba
que en su cerebro algo iba mal. Cuando enfermaba de la cabeza era
horrible, pues sentía verdadero miedo. La enfermedad mental es como una
especie de coacción donde el que la padece la ejerce, amenazando sin
palabras, y a veces con ellas, con atentar contra su vida. Yo escapé en
las drogas de esta realidad, la locura de mi madre, pero entré en mi
locura propia.
Recuerdo el último viaje, fue fatal, pues en este viaje
decidí ir de excursión a Oaxaca, a buscar Los Hongos y El Peyote.
Los entendidos en las artes mágicas de las drogas decían que el peyote era
"el dios" y la marihuana una "mala mujer". Mi
equipaje para esta excursión eran mis turbaciones
mentales, la Palabra de Dios que se me había metido como cincelada en la
mente, una tienda de campaña, dinero, mi coche, alcohol y un grupo de
compañeros de juerga. Era el viaje más salvaje que había hecho hasta
entonces, pero eso sí, el objetivo era ver a Dios, o conocer la verdad en
una forma más profunda con los alucinógenos. Era un viaje lleno de
expectativas y de temores. En nuestro camino pasamos por Acapulco, donde
perdí a mis amigos: ellos iban en su coche y yo
en el mío. Recogí a alguien que conocí en el Baby’O y me acompañó a
Oaxaca. Llegamos a Puerto Escondido. Sería el año 1981 en Semana Santa, si
no recuerdo mal. Una vez allí, encontré a mis "amigos
de pachanga". No reunimos, hablamos y tomamos. Pusimos las tiendas de
campaña y unos días más tarde nos dirigimos a Puerto Ángel, con rumbo a
Sipolite. Era un lugar paradisíaco, lleno de insectos terroríficos, y de
marihuana. El hotel más grande era un "palapa",
o choza, con 4 hamacas al aire libre alrededor de 5 o 6 mesas y no contaba
siquiera con un W.C. Hicimos la excursión a la sierra de Oaxaca y
compramos los Hongos. El efecto no me sació, por lo que decidí comprar
unos ácidos con un dragón rojo estampado en el papel, que vendía uno ahí
en la playa. A mis amigos les seguía hablando de Cristo y su salvación y
su sangre. Ellos pensaban que estaba "huido",
así llamaban a los que se habían quedado en el "viaje". El final del mismo
concluyó encontrándome sin amigos y con mi coche expropiado por el dueño
de la choza donde habíamos comido y dormido. Lleno de valor dejé todas mis
cosas en el coche y me dispuse a andar y salir de ese lugar. Me importó
poco dejar mi coche y mis cosas y anduve... Llegué a Puerto Ángel, donde
pedí a unos chavales que me prestasen ayuda, dinero para hablar por
teléfono, dado que todo el dinero que tenía lo había gastado, pero se
negaron.
Me disponía a regresar, cuando oí algo familiar. Oí los
cantos de las sectas protestantes, también llamadas evangélicas, que a mi
madre tanto gustaban (ella había empezado a acudir a estas congregaciones
en México D.F., y a veces les invitaba a casa). Era de noche cuando me
acerqué a ellos y les pedí un vaso de agua. Me lo dieron y me invitaron a
pasar al "culto", o su celebración, que consiste
en cantos y lectura de la Biblia, así como la predicación por uno de
ellos. Me acuerdo que lloré mucho al oírles. Estaba sentado en medio de
ellos llorando y llorando como un niño pequeño a grandes gemidos
incontrolables. Al final de la reunión hablaron conmigo. Me costaba
bastante poder articular palabras coherentes, y también entenderles. Me
dijeron con asombro algo de que "había resucitado un niño", o algo así. Yo
no entendí muy bien. Cené con ellos y me dejaron un
"petate" (una alfombra hecha de ramas) y un
ladrillo para que lo usara como almohada. Me guiaron al puesto de
sorbetes, el lugar donde me habían dado el vaso de agua. Ahí dormí esa
noche.
A la mañana siguiente, me desperté y ayudé a un hombre
a hacer helado. Dentro de un barril de madera de medio metro de largo
había otro más pequeño de metal, y hielo entre éste y aquél. En el
interior había agua del río con limón y azúcar. Me ofrecí a ayudarle dando
vueltas al mismo. El helado se formaba en el borde y con una pala lo
quitabas de ahí, hasta acabar de hacer hielo toda el agua. Tardé mucho en
hacerlo y sudé bastante, pero era mi forma de agradecerle su acogida. Este
hombre era muy pobre según nuestros estándares. Cierto es que tenía un
horno de piedra, y un techo de paja sobre su cabeza, pero no había
paredes, ni habitaciones, ni baños, ni nada. Después de hacer dos barricas
de helado llegó y me regaló una Biblia. Yo le pedí ayuda económica para un
autobús de regreso, o para una llamada por teléfono. Él me dijo que lo
sentía pero que no podía. Yo le agradecí su ayuda y le dije que le
regalaba mi coche, que estaba bajo fianza de la cuenta de la choza donde
vivimos. La cuenta ascendería a unas 5.000 ptas. Le dije que se lo
regalaba en agradecimiento, y que lo podría liberar pagando la cuenta. Al
poco me despedí.
Recuerdo que esa mañana me sentía con una fuerza
especial. Estaba lleno de fe, con mis pantaloncillos cortos y mi camiseta,
sin zapatos, pues los había dejado, y con la Biblia que me habían dado. Me
dispuse a caminar de vuelta México D.F. Mi fortaleza era mayor que los
1000 kms. de distancia que me separaban de mi casa y emprendí la marcha
por la carretera. Recordé las palabras de Jesús y no tuve miedo. Yo me
sentía como un discípulo de Cristo, cuya misión era predicar su palabra:
esa era mi gran y única misión en la vida. Anduve varios pasos. El asfalto
ardía bajo mis pies. Trataba de encontrar zonas con sombra para no
abrazarme y seguir adelante. Recuerdo un par de excursionistas bien
equipados pasaron rápidamente a mi lado. La carretera estaba
desierta y andaban muy rápido por los zapatos que les cubrían sus plantas.
Al poco rato les perdí de vista en la distancia.
Mientras andaba bajo el ardiente sol sobre el asfalto,
llegó a mi mente una frase que había leído en La Palabra, en
aquellos días que me dedicaba a leer tanto, o cuando oía a mi madre hablar
tantas veces de versículos y citas bíblicas. La frase era: "Deja todo le
que tienes y sígueme", y "cuando salgáis a predicar, no llevéis dos pares
de túnicas, ni dos pares de sandalias, ni cinturón, ni espada o bastón".
Al oír en mi cabeza esas palabras me extrañe un poco, sin embargo no las
deseché y escudriñé en ellas. Estaba vestido con unos pantaloncillos
cortos y una camiseta. ¿Qué cosa podría yo tener que el Señor quisiese que
dejase?, me preguntaba. Me dije a mí mismo: "¿Será que el Señor quiere que
deje la Biblia?". "¡Imposible!", contesté. Continué andando y
reflexionando, esas palabras seguían ardiendo en mi corazón y mente: "Deja
todo lo que tienes, y sígueme" y "cuando salgáis a predicar, no llevéis
dos pares de túnicas, ni dos pares de sandalias, ni cinturón, ni espada o
bastón". No tardé mucho en reflexionar y en entender que lo que el Señor
demandaba de mí era mi plena y completa entrega a Él. El Señor deseaba que
confiase con plena certeza y con total entrega en su amor. El símbolo de
esa entrega total en Jesús era dejar aquello que me había sido otorgado
como amuleto: la Biblia. Me fue muy difícil tomar esta decisión, pero el
Señor me pedía que soltase toda amarra que me pudiese dar seguridad, todo
aquello que me fuese a proporcionar sensación de seguridad, aunque fuese
su Palabra escrita. Al menos así lo interpreté. ¡Era una locura! "Si
tienes dos túnicas, deja una; si tienes dos pares de zapatos, deja uno; si
tienes bastón no lo lleves". Era como el llamamiento de los 70 para ir a
predicar. ¿Cómo iba a dejar algo sagrado para emprender una marcha santa?.
Después de un gran esfuerzo por discernir la verdad, pues en la juventud
somos muy arrojados y valientes, pero poco cuerdos, llegué a la conclusión
que Dios me estaba pidiendo, como hizo con Abraham, una prueba de mi fe y
confianza en su amor. Acto seguido dejé la Biblia sobre uno de los postes
de retención en el camino y seguí andando. No paso casi nada de tiempo y
vi cómo se detenía delante de mi una furgoneta VW con una pareja dentro,
que me invitaba a subir y que, como dos ángeles guardianes, fueron
enviados para llevarme de vuelta a mi hogar. A los 3 o 4 días estaba de
vuelta en casa.
***
Cuando saludé a mi madre no fue tan afectiva como creí
que sería después de haber estado perdido más de un mes. Me extrañó un
poco, pero no le di mucha importancia. En los días siguientes mi madre me
empezó a llevar con ella a las iglesias cristianas, como sus
miembros las llamaban. Se decían también
evangélicos. Estaban muy lejos de casa, al otro lado de la ciudad. Yo,
aunque siempre fui reacio a estas cosas, me encontraba sumamente
receptivo, había "nacido de nuevo" como ellos decían, y me sentía lleno de
gratitud a Dios. También por esta época recibí el Sacramento de la
Confirmación. Recuerdo que me había dejado la barba y el pelo largo. No
odiaba a ninguna congregación y los que creían en Cristo, de una u otra
confesión me parecían aceptables de igual forma. Dejé de tomar drogas y
empecé una vida diferente. El curso escolar lo había perdido. Seguía
estudiando la Biblia y componiendo canciones. Los "evangélicos" venían a
casa a celebrar cultos, reuniones de oración y cantos, y poco a poco me
involucré con ellos.
Seguí estudiando los dos cursos siguientes. Acabé mis
estudios en el Inhumyc en Tlálpan, que era de los Misioneros del
Espíritu Santo, de La Parroquia de la Santa Cruz de El Pedregal de San
Ángel. Después entré a una academia de Inglés, Harmon Hall, como
profesor, recomendado por mi hermano Santiago. Seguía involucrándome en
las sectas poco a poco. Ellos hablaban de la Biblia y de Jesús, me dejaban
exponer mi "testimonio" o experiencia del "nacer de nuevo". En mi vida,
ciertamente, había habido un cambio muy drástico. Había dejado las drogas
y esa carrera de desenfreno total. Sufrí un par de recaídas leves, pero ya
no era lo que antes. Juan Eduardo era ahora un candidato ideal...